Usted es muy reservado, suele pensar más que decir. Y cuando dice, pareciese que de su boca brotasen ríos de lecciones, de sabiduría y palabras hechizantes, inconclusas, descriptivas. Me levanta y me tira con su voz, pareciera que no existe nada mejor, poder escucharlo hasta que caiga la noche, y luego entenderlo, y luego pensarlo. ¡Y luego se da uno cuenta de que no ha terminado!
Dígame quién es, dígame qué es, ¡oh caballero nocturno que apacigua el tormento! ¿De dónde ha venido? ¿Por qué no lleváis prisa? ¿Acaso deseáis morar hoy aquí? ¡Anda pasa! Dejadme servirle un chocolate caliente, un café. Dejadme escucharle y aprender de usted. Mostradme los libros que habéis leído, las lecciones que ha aprendido. Sería grato, ¿sabéis?
Entre tanta tormenta hacía tiempo que no salía el sol, y aunque empieza a amanecer me gustaría que no se fuese, el tiempo avanza con rapidez, sin embargo sería bueno aprender un poco más de usted. Comprendo que no pueda ser sedentario, no habría objeto de meditación.
Podría decir que no tiene nada que mostrarme, nada que enseñarme, que son cosas que se adquieren con el tiempo, con esfuerzo y con mucho entendimiento. No puedo negar nada de ello, pero me agrada escucharle, porque cuando usted habla, me hace sentir extasiada. ¿A qué se deberá esto? Es probable a mi falta de razonamiento, pues ahora todo lo que usted dice me parece demasiado coherente, le invito a charlar conmigo. Sea usted mi amigo, así, probablemente cuando se vaya, podremos aún enviarnos cartas.